Dice Darwin: “La aparición útil del pulgar oponible, resultó de variaciones aleatorias de las extremidades ancestrales, y adaptó a los simios más avanzados para agarrar y manipular objetos o fabricar herramientas…”.
Todo comenzó cuando un grupo de nuestros primos peludos andaba por los árboles como si fuera el “carnaval de las flores” y otro grupo más iluminado se miraba las manos y se preguntaba: ¿Qué serán estos bulticos raros al costado de los dedos?
Uno de ellos, más espabilado que el resto, llamémosle Oscar El Simio, gritó: ¡Agggrrreee uuuuuuu ploooo…!!! ¡Vaaaacaaaa grrrrraaanndeee!!!, lo cual se tradujo inmediatamente en sus cerebros primitivos como: agarren un palo y vamos a cazar mamuts. Este fue sin dudas un día grandioso. Un paso evolutivo, que al principio no parecería gran cosa, pero que nos trajo hasta los smartphones.
Charles Darwin, el padre de la Teoría de la Evolución de las Especies, un señor con barba y mirada de “yo sé algo que ustedes no”, que nunca alcanzó a ver una final beisbolera como las que se daban entre Industriales y Santiago, creyó firmemente que la evolución iba siempre hacia adelante, con adaptaciones biológicas y neuronales que irían perfeccionando al Homo sapiens siempre en dirección ascendente, sin saber que la espiral del ADN se torcería y acabaría en la grada como un foul.
La maravilla biológica del pulgar oponible impulsó nuestra historia, o nuestra tragedia, según se mire.
Nuestro amigo Oscar el Simio, después de fabricar herramientas, dominar el fuego, hacer arte rupestre, construir civilizaciones, matar gladiadores, discutir con la suegra, disparar pistolas, tocar el piano y aprender en el Facebook recetas para cocinar el pollo, se tropezó con las trampas del progreso.
Se encontró con Kevin el Sapiens, maestro de la tecnología, que le dijo: “Ya no hace falta que sigas esforzándote…”, y así el pulgar, el héroe de la historia natural, empezó a involucionar.
Hoy, en todo el planeta, el hombre moderno pasa horas dando like en Instagram a fotos de desconocidos, creyendo que así evoluciona socialmente. Utiliza sus pulgares oponibles en trepar redes sociales en lugar de árboles. Ya no crea conexiones neuronales útiles para su subsistencia como especie, sino que destruye y adormece las últimas neuronas sanas, viendo memes y videos de gente violenta o estúpida, con la espalda encorvada como los primeros simios; como si estuviéramos volviendo a ser chimpancés, pero con datos móviles, los cuales se anhelan más que los frutos. Ni siquiera aprovecha una buena comida sin tomarle una foto primero.
Ya no corteja a las hembras con cartas de amor, no conversa con los Kevins a su alrededor, no utiliza el lenguaje que tantas neuronas costó por millones de años, ahora utiliza emojis.
Por cierto… que el emoji del pulgar arriba se utiliza lo mismo para una disculpa, confirmar una cita o para dar el pésame por un funeral.
Si Oscar y Kevin llegaran a coincidir en un mismo escenario actual —por ejemplo, un incendio—, serían fácilmente reconocibles. Oscar es el que corre a buscar agua para apagar el fuego y Kevin el que, parado en la acera de enfrente, a buen resguardo de las llamas, hace fotos con el móvil o sube “una directa” haciendo comentarios llenos de morbo sobre los destrozos.
Si coincidieran en una situación de peligro, Oscar es el que se esconde, sube a un árbol, sobrevive. Mientras Kevin agarra el móvil y escribe: “¿Alguien oyó ese ruido sospechoso? #Miedo #Ladrón #AsesinoEnSerie” en un tweet.
De esta manera, el afán de Oscar en utilizar sus pulgares con un propósito de utilidad, contrasta con la ineficacia de Kevin, que desperdicia eones de evolución cuando choca con el marco de las puertas porque no puede apartar los ojos de la pantallita, o cuando, teniendo a mano toda la información de Internet, continúa diciendo que la tierra es plana porque lo leyó en el Facebook. Se cree el rey del mundo moderno mientras Oscar lo mira desde un documental del Discovery Channel sobre la desaparición de las selvas, pulmones del planeta moribundo.
¿Qué pasaría si Kevin decide apagar el móvil por un rato? Probablemente en un par de minutos se preguntará qué hora es, y recordará que no usa reloj desde el 2013. A los 10 minutos empezará la paranoia. ¿Y si me están escribiendo algo urgente? ¿Y si me perdí un meme de “LaNoviaPsicópata”? ¿Habrá salido el nuevo capítulo de la novela turca? (a estas últimas les estoy cocinando otro comentario).
También es posible que a la media hora descubra que hay árboles en el parque, y hasta se decida a hablar con un humano, uno real, sin filtros, generando algo llamado conversación, sin necesidad de “doble check azul”.
Sería incómodo para Kevin, pero solo al principio, porque empezará a recordar que tiene libros sin leer, que el sol calienta…, va y hasta le da por ir con Oscar a que le enseñe a abrir unos cocos; en fin, que tal vez le invadirá la claridad existencial y hasta alcance el Nirvana digital.
Lo más triste es que Kevin acabará encendiendo el móvil en algún momento, lleno de notificaciones y mensajes insulsos; pero, al menos por un rato, se habrá sentido libre, digno de la gloria darwiniana.
Así es que, puede que el pulgar haya sido el motor de nuestra grandeza, pero podría ser también la palanca de nuestra involución. Mientras más utilizamos los pulgares para evitar interactuar con humanos o pensar en soluciones al cambio climático, los conflictos bélicos, los disparates de Trump, la sequía, la hambruna, la crisis energética, la falta de medicamentos, el precio del pollo…, más nos pareceremos a nuestros antepasados primates, solo que con peor postura y más ansiedad.
Si Darwin levantara la cabeza, miraría con recelo a Kevin y le diría: “Te arrepentirás de haber bajado del árbol”.