(Cartel: Dyan Barceló)

El ejercicio cotidiano de matar elefantes

Llevo dos días observando con curiosidad su andar lento y quejumbroso por la calle Manzano en su ejercicio cotidiano. Pasaría desapercibido, o al menos como un comerciante más, si no fuera por la charla que entabla cada cinco o 10 metros con quien le preste un poco de atención.

El viejo tendrá unos 70 años, lo adivino por sus palabras: habla lo mismo de los años 50 que del Período Especial, o de la maravilla que fueron los primeros años de la Revolución. Habla con soltura, tristeza y añoranza, dependiendo del momento. 

Carga una carretilla de construcción repleta de tomates maduros y, en el mango, una caja plástica con lechugas, donde apenas quedan los centímetros necesarios para que sus manos sostengan el peso del vehículo, tan desgastado como su dueño. Cuando descubre que lo observo, curiosa, pedirle a un vecino un poco de agua para refrescar las lechugas, dice que si no lo hace en lo que queda de tarde se le marchitan y eso es algo que él no se puede permitir.

“¿Tú sabes cuánto cuesta un macito de lechuga por ahí?, 70 y 80 pesos —me pregunta y responde él mismo—. Yo los vendo en 60, y aún así la gente se queja”. 

Me intereso por los tomates, y me explica que a 60 la libra, que quiere salir de ellos rápido porque ya se están madurando. 

El vecino aparece con un jarro de cinco libras repleto de agua y el viejo lo echa despacio sobre las lechugas. El líquido que escurre por la caja plástica le moja las zapatillas, un par de nikes grises y desgastadas que sacude con torpeza al instante, aunque con poco éxito, pues ya la tela se les ha humedecido completamente. 

Devuelve el jarro y emprende la marcha diciendo que en un rato, si todo sale bien, si logra vender los macitos y un par de libras de tomate, se va para su casa, que hay mucho sol y mucho calor, que mañana será otro día. El viejo usa una gorra roja con el logo del primero de mayo, un pulóver azul oscuro y unos pantalones raídos que se deslizan poco a poco por sus caderas delgadas y que se sube instintivamente cada tanto. Antes de proseguir, se quita la gorra y se seca el sudor acumulado en las arrugas de la frente.

Apuro el café que me empecé a tomar mientras él refrescaba sus lechugas y salgo de vuelta al trabajo.

“Esto está malo —le suelta a un hombre, quizá de su edad, que aprovecha la sombra de la acera del frente para esperar a su nieto a punto de salir de la primaria—. ¿Tú piensas que no? Malo no, malísimo —rezonga—. 

“Ayer me fui con 350 pesos y los gasté antes de llegar a mi casa en una libra de picadillo que me tiene que alcanzar hasta pasado mañana, porque no hay pa más. ¿Y qué voy a hacer? Si el retiro no da, hay que salir a buscarse la vida como uno pueda.

“Ahora mismo, si me pongo a pensar en todo lo que tengo que hacer o que comprar, me vuelvo loco. Por eso también salgo a dar esta vuelta todos los días, porque estar dentro de la casa, para alguien que ha vivido toda su vida ‘dando muela’ es del carajo. Esto está malo —le repite y sigue con la carretilla a cuestas—.

“Yo te digo a ti que si las cosas no mejoran…”, balbucea para sí.

A menos de media cuadra, detiene de nuevo el paso. Otra vez el pantalón se le cae y hace una parada para acomodar un par de tomates que casi se salen por la punta de la carretilla. De pronto me ve de nuevo, desde la acera contraria, y me confiesa que los elefantes se matan con trampas, no con fuerza. Debo haber puesto cara de quien no entendió nada, porque el viejo parquea la carretilla, bota en el contén el cabo de tabaco que mascaba y se dispone a ilustrar aquella metáfora.

“Mira, lo que pasa es que hay cosas con las que uno no puede pelear. Por lo menos no por la fuerza. ¿Me entiendes?”.

Asiento un poco confundida. Carga la carretilla mientras parecía que iba a cruzar para explicarme mejor, pero un conocido le señala la parte inferior de su mochila y el viejo se para en seco.

De la mochila que lleva a cuestas y en donde guarda un pepino con agua, unos periódicos y el escaso efectivo que ha logrado recaudar en el día, casi se le cae el último tabaco que le queda por el hueco de una de las esquinas inferiores. Acomoda los periódicos sobre el orificio y vuelve a colocar el agua. Los billetes y el tabaco los pone ahora en el bolsillo.

Se olvida de que unos pasos detrás espero me aclare eso de las peleas con elefantes. Agarra el mango con las lechugas acabaditas de refrescar y entona un silbido que me recuerda un bolero. 

“Gracias mi niña. Que Dios te bendiga”, le escucho decir más adelante a una muchacha que acaba de comprarle unas lechugas.

Mientras desciende de cara a la bahía, el viejo se remangará el pantalón unas dos o tres veces, parará para conversar o pedir fuego otras tres y venderá, en el corto lapso en que lo observo, apenas otro mazo de lechugas. Solo necesita dos más para comprar picadillo, unas croquetas o una jabita de pan; quien sabe, va y hasta logra encontrar la trampa para sus elefantes. (Cartel: Dyan Barceló)

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