Es obvio que no lo perturbaban el hambre o los mosquitos. Quizás cómodamente arrellanado en butaca de lujo, con ventilación, temperatura e iluminación idóneas, el señor plasmó la idea que hoy suele citarse, aunque con insuficiente insistencia.
Lester D. Mallory, vicesecretario de Estado asistente para los Asuntos Interamericanos, suscribía el memorándum secreto del Departamento de Estado norteamericano en el que sintetizaba la macabra filosofía del bloqueo económico, comercial y financiero impuesto después contra Cuba: “…hay que emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba… una línea de acción que, siendo lo más habilidosa y discreta posible, logre los mayores avances en la privación a Cuba de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno”.
No me es posible disponer de similares condiciones para redactar estas líneas; ahora mismo “disfruto” las consecuencias del cambio climático, un calor poco menos que insoportable se interpone entre la pantalla y yo; eso, sin menospreciar el peso de la ansiedad por hilvanar ideas y párrafos en el menor tiempo posible, so pena de que el apagón o las oscilaciones del voltaje me pongan la zancadilla de turno.
Más allá de la computadora y el refrigerador, la libreta que he de mostrar en el mostrador de la bodega parece hacerme un guiño, como para que no se me olvide la compra del pan de casi todos los días, aunque exhiba menos gramaje y esté elaborado con una harina de menor calidad que la que antes se podía adquirir en cantidades suficientes y a precios justos en el exterior. A fin de cuentas, y, de todos modos, debo adquirirlo porque, en teoría, se debe desayunar como un rey.
Eso sí, puedo maldecir a quien me parezca, culpable o no, de los mosquitos y los calores, a la intensa temporada de huracanes que ya se anuncia, a la ausencia de carne de puerco, a los altos precios de las viandas y los vegetales… Puedo hacer eso y más; sin embargo, ninguna reacción más o menos impulsiva será capaz de borrar de mi cabeza lo que aquel encopetado yanqui escribió el 6 de abril de 1960, ni me va a exonerar, en consecuencia, de ciertos deberes para con la familia y la comunidad, porque el bloqueo y sus consecuencias no son un cuento de camino del Gobierno y el Estado cubanos.
Pensándolo bien, debiéramos imprimir y situar en cuanto lugar fuera aconsejable el miserable memorándum que indica cómo hacer para que se caiga la Revolución. Pensándolo mejor, sería un acto en función de equilibrar la balanza que hoy aporta el mayor peso a la gestión de los recursos materiales, y los dineros, con las cuales muchos sueñan con asegurarles la felicidad y la realización plenas a los hijos y los nietos.
Sin pretenderlo, las carencias del día a día, esas que impiden la satisfacción de elementales necesidades, conducen a la otra pobreza, mucho más preocupante y peligrosa. Así ocurre cuando las imágenes y los gritos de las víctimas muestran el último crimen sobre la arrasada franja de Gaza, y a algún desalmado se le ocurre proferir que eso no tiene que ver con los frijoles y el par de zapatos, mucho menos con Cuba, y que, por tanto, no le importa a él o ella, ni a la hija casi adolescente a la que entonces, en un instante aciago en el que triunfan el egoísmo y la insensibilidad, se le impide la recepción del mensaje.
Y se le ordena más: lanzarse al abismo que sea, por tal de ganar el sustento mediante un modo de vida cuando menos pragmático que casi se reduce a actos primarios de compra-venta de casi todo lo imaginable. Cuando más, irremediablemente viciado y exento de los valores y la espiritualidad que siempre debieran estar en el zurrón con el que andamos por la vida.