Hace varias semanas mi niña me habla de la nueva amiga con quien comparte su mesa en el aula. De sus trenzas me cuenta, y de su acento al hablar; de su bondad al dividir la merienda y de cómo la niña llegó a Cuba desde Haití hace dos años. De las historias que le narra a la maestra sobre su país natal, y que ella percibe tan ciertas que no logra ocultarse para llorar.
Por varios días he esperado ansiosa a que mi pequeña llegue de la escuela para que me cuente más; y, cuando lo hace, un mar de emociones nos inunda mientras habla; y ella alza la voz y gesticula con los brazos, creyendo que así podrá contarme más.
Hermosa como la piedra que da origen a su nombre es la niña haitiana. A sus diez años, una madurez increíble la habita; tal vez, a causa de la coraza que nos fabricamos los humanos ante la adversidad. Conversa como queriendo aligerar alguna carga, aunque por sus labios pasan fluidas y certeras las palabras. Sonríe todo el tiempo, lo hace feliz de que quiera escucharla, y con la confianza de creer conocerme hace mucho tiempo. Como mariposas vuelan sus palabras, se esparcen sobre la tarde, y yo las abrigo en mi pecho en forma de frases, de gestos, de sentimientos.
Serena, bajo el cielo azul cubano, expresa todo lo que su pecho guarda. Me habla de su antigua escuela, de los refugios, del sonido angustioso de la alarma con la que avisaban cuando acechaba el peligro; de las amigas gemelas, y en sus ojos se anida por algunos instantes la tristeza del recuerdo, lo revive, confiesa la desgracia del mal día en que el tiempo no permitió a las hermanas la gracia de vivir, y sobre el piso manchado debió despedirse de ellas, con una última mirada únicamente.
De secuestros de niños habla. Del miedo en las noches oscuras. Del espantoso sonido de los disparos. De las reglas en su antigua casa para no ver la televisión, porque sus padres comparten la idea de que la insensibilidad hacia la muerte se curte en los seres cuando sobrecargamos la mente de violencia. Compara todo de aquí con lo de allá. Hablar le hace bien, lo intuyo, aunque ella no lo perciba; hay sentimientos que, cuando se comparten, alivian el dolor.
Conversa, y yo la observo. Quiero saber lo que calla la niña, interpretar lo que tratan de decirme sus manos entrelazadas y sus palabras a ráfagas; todo acerca de la niña de cuarto grado que conoce el triste significado de un país en caos.
Hace varias semanas que intento escribir sobre la dicha que veo en los ojos de una niña haitiana que vive en Cuba, un país humilde, pero solidario y generoso, donde la tranquilidad de un niño representa la felicidad de todos. Lo intento, pero temo no llegar a expresar en toda su magnitud el valor de la isla que poseemos, donde los niños crecen libres y sin miedos. Un país donde las armas no marcarán negativamente el futuro de nuestros pequeños.
Hace días que la vida (y hasta la muerte) de otros niños inunda mi pensamiento. Entonces me decido por la niña haitiana, y por nuestros niños cubanos; por la seguridad que tengo al afirmar que mi pequeña amiga sí sabe cuánto vale esta Isla, porque la paz es la riqueza más preciada que el ser humano debiera poseer.