Audio

Los audios brillan por su ausencia

El tío Ramiro vino de visita a esta ciudad y tenía pasaje de regreso a La Habana en el turno de las 5:45 de la mañana. Le rectifiqué el pasaje con tres horas de anticipación, como bien aconseja la aplicación Viajando, cuando te llega el anuncio de la compra, vía correo electrónico, para evitar contratiempos y que todo salga presumiblemente bien.

¡Cuánta falta hace que esa costumbre se adueñe de nuestra forma de ser! ¡Cuántos infortunios nos ahorraríamos!

Sobre las 4:30 nos fuimos a la terminal. Dejamos el maletín en la paquetería y todo parecía ir viento en popa. Nadie anunció la mala nueva que supimos más adelante.

Nos llamó la atención la ausencia de parque automotriz y el silencio que reinaba en todo el recinto, pues los pocos pasajeros, allí, tenían las cabezas inclinadas y parecían dormir.

Como toda persona de la tercera edad, el tío se puso a comparar la situación del inmueble actual con el que recordaba de años atrás. Y sus palabras retumbaron por entre el polvo y el amanecer que se imponía.

Incluso hizo referencia a la voz salida de una corneta, anunciándolo todo, apenas entendible, pero siempre agradecida.

A las 5:00 en punto nos percatamos de algo más, nadie avisaba del estado del ómnibus; nadie llamaba a rectificar el turno con destino a La Habana, ni de las próximas salidas. Nadie hablaba por encima de nadie.

Entonces Ramiro, ya por experiencia, fue a preguntarle a un señor vestido de chofer que estaba a la entrada del Salón de Espera que, por su estado constructivo, más bien parecía un salón del desespero.

El hombre dijo, acerca del ómnibus, “que habían hecho un pedido a la terminal de Camagüey y estaban esperando al ‘salvador’ que venía en camino”.

El tío regresó a nosotros con una risita entre los labios. “Parece un misterio sin resolver lo del estado de esa guagua, y aquí no saben nada de nada”, nos dijo. Nosotros quisimos creer que sí sabían, que todo lo previeron con tiempo, y que en menos de una hora veríamos llegar la ansiada ruta desde la no tan lejana Ciudad de los Tinajones.

Y ya lo anunciarían por la radio base. Solo era cuestión de tiempo, dije yo.

No solo no dijeron nada, sino que, además, cada vez que entraba un vehículo habíamos de estar a la viva, acercarnos y preguntar, so pena de dejar votado y sin retorno a sus predios, al pobre tío.

Él nos insistía nuestro regreso a la casa para prepararnos ante el día a día ya inminente. Mi mujer condicionándose para su trabajo, y yo, para llevar a mi niña a la escuela antes de las 8:00, y de ahí al trabajo.

Ya en las inmediaciones de las 6:25, con las primeras luces del alba, decidimos hacerle caso. Sus argumentos tenían una fuerte dosis de lógica irrebatible. “Como aquí no tuvieron previsión ni respuesta rápida, el cuento de la guagua del Camagüey era solo eso, un cuento. Todo pinta para que la salida sea cerca de las 9:00 de la mañana. Más sabe diablo por viejo que por diablo”, nos dijo guiñando el ojo izquierdo.

A la altura del proceso empezamos a creer esa versión de los hechos hasta tanto no emergiera, de lo oscuro, la verdadera verdad. Y mi mujer me pidió que escribiera un Sin Rodeos, sobre ese asunto de “no informar” en una terminal de ómnibus.

“Ni en apagón ocurre algo así —dijo ella—, siempre hay alguien anunciando los carros, la lista de espera, los fallos”.

Ni tonto ni perezoso, y para no pecar de ingenuo, corrí a la taquilla de Información a preguntar la razón de tanto silencio. Una compañera, del otro lado del vidrio, se apareció. Su voz retumbó en todo el recinto y, lo más seguro, también en todo el vecindario. El audio estaba roto, dijo.

Cuán fácil sería emplear esa particularidad de diva del canto bell, para ayudar al prójimo y mantenerlo bien informadito.

Una hora después, ya en mi trabajo, mi mujer me reenvió el sms del tío, “nadie nos avisó ni pidieron disculpas por el retraso. Ya vamos por Jatibonico. La guagua estuvo en Camagüey, porque no tenía el autorizo para la habilitación del combustible”.

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