Nos ha tocado vivir una época demasiado convulsa, agitada y epidérmica, donde el autocuidado se pospone, y no siempre el bienestar humano resulta una prioridad
Nunca antes había entrado a un hospital psiquiátrico y, sinceramente, luego de tantos libros, películas y series sobre el tema, tampoco me agradaba demasiado la idea de ir a uno. Pero tocó hacerlo, como parte de la cobertura de prensa a un recorrido del ministro de Salud Pública José Ángel Portal Miranda. Y allí estuve, rodeado de funcionarios, periodistas y enfermeros, mientras el visitante recorría las salas, interactuaba con el personal médico y hacía innumerables preguntas.
El aire pegajoso de la mañana envolvía el hospital. La luz bañaba sus pasillos y ayudaba a que aquello no se pareciera en lo más mínimo a las instituciones psiquiátricas de la ficción. Los pacientes, sentados en sus camas, vestían pijamas verde claro, casi de la misma tonalidad que las paredes. Se respiraba un ambiente de tranquilidad y orden.
Además de las miradas perdidas y del mundo interior de los pacientes, hubo un solo detalle que entendí reseñable, preocupante; y parece que el ministro también:
―Me llama la atención el número de personas jóvenes que están ingresadas. ¿A qué se debe? —indagó el directivo, y una doctora comenzó a explicarle algo que, por la distancia y el murmullo de fondo, no escuché con claridad.
Ciertamente, en los tiempos que vivimos, el cuidado de la salud mental debería ocupar un lugar más relevante en el debate público, no solo por la importancia de prevenir enfermedades psiquiátricas, sino también para eliminar tabúes y mitos acerca de estos padecimientos, que no discriminan edad, nivel socioeconómico, ni grado de escolaridad.
En un mundo cada vez más preocupado por la higiene y el bienestar del cuerpo, resulta contradictorio que se descuide tanto la mente; y que el estrés, la ansiedad, la depresión y los trastornos psíquicos aumenten su tasa de incidencia, y provoquen tragedias que pudieron haberse evitado a tiempo.
Quizá tenga que ver con el culto desmedido a la imagen física, o con el auge de las drogas, pero lo cierto es que las enfermedades mentales son cada vez más frecuentes entre la población joven de todo el planeta.
Esa realidad no es ajena para Cuba, ni para Ciego de Ávila, donde los ingresos de jóvenes con brotes psicóticos tienen mucho que ver con el consumo de drogas “duras”. De hecho, el uso de estas sustancias es una de las principales causas de episodios de enfermedades psiquiátricas en personas jóvenes.
Ya no se trata únicamente de lidiar con el abuso de amitriptilina, carbamazepina u otro medicamento regulado. Tampoco con un par de pitillos de marihuana. Hoy ingresa al Hospital Psiquiátrico Provincial Docente Nguyen Van Troi, en Ciego de Ávila, un número mayor de adictos al crack, el éxtasis, la cocaína… Y la dependencia a estas sustancias, además de sus efectos secundarios, constituye un verdadero reto para los especialistas, quienes, hace cinco años, casi no las veían.
A lo anterior deben sumarse el impacto de las redes sociales en Internet, la violencia intrafamiliar, el estrés laboral, los desórdenes alimenticios, y otros elementos que también contribuyen al deterioro mental y espiritual de la gente. Nos ha tocado vivir una época demasiado convulsa, agitada y epidérmica, donde el autocuidado se pospone, y no siempre el bienestar humano resulta una prioridad.
Si el sueño de la razón produce monstruos, como aseguraba Goya, corresponde a la sociedad, y a las instituciones del Estado, desterrar a tiempo los hábitos, tendencias y situaciones que pongan en peligro uno de los mayores tesoros del ser humano: la lucidez. De todos depende cumplir aquella máxima latina que defendía una mente sana en cuerpo sano.
Desgraciadamente, del sueño a la pesadilla va muy poco, y luego de diagnosticada una enfermedad psiquiátrica, como la esquizofrenia, ya no hay vuelta atrás: solo queda seguir con disciplina el tratamiento por el resto de la vida, y atajar lo más pronto posible cada nuevo periodo de crisis.
Como en la medicina del cuerpo, para cuidar la mente lo principal es prevenir desde la educación y también con medidas efectivas que reduzcan en lo posible los factores desencadenantes de psicosis.
Allí desempeñan un rol importante la escuela, las instituciones culturales, los medios de comunicación, el trabajo comunitario y las políticas públicas. Pero lo primero, lo esencial, es reconocer que el problema existe, que está allí, a la vista de todos, y que no desaparecerá por sí mismo.