Camagüey.— Todos estamos expuestos. Es un riesgo que hiere y mata en la jungla cotidiana, donde muchos se cubren un ojo con la mano y con el otro mantienen la vista clavada en la incertidumbre y la duda. Actualmente el recelo amordaza el expresarnos. La desconfianza clausura las puertas a lo distinto.
Varios necesitan un fuego más poderoso que la fe. Incluso algunos, vestidos de puritanos oyen, pero no escuchan. Absolutizan su opinión…
Tengo mi bloc de notas como testigo de este soliloquio. Maltratado por el uso. Testigo y confidente de diversas historias. Es mi guardaespaldas. Jamás algo se asemejó tanto a su dueño.
Me pregunto si Julio César La Cruz coincidirá con mi monólogo interior, es la intrigante cuestión que me planteo, mientras lo espero en un solitario espacio de la Sala Rafael Fortún. La idea, si llega, es hacer un viaje, tal vez escabroso hacia la médula de su ser. Él podría dudar, incluso negarse, está en su derecho.
Sé que en varios temas no coincidimos, sin embargo, quizás en algo estemos de acuerdo: la vida no sigue un camino recto, nunca lo ha hecho. Al final somos hijos de nuestras decisiones…
La pregunta se había hecho adulta en mi interior. Llevaba mucho tiempo presa, casi gritaba. Me rindo y la dejo escapar.
“Nunca he simulado nada. No soy vulgar —exclama él mientras se deja caer sobre una silla plástica adornada por un sensato tejido de mimbre gris, en tanto su vista recorre cada metro del lugar donde nos encontramos solos—. A los que comentaron mal sobre mí después de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 podría ofenderlos. El valor no me falta, los ignoro. Cada cual puede pensar lo que quiera —expone y juguetea con una de las gruesas cadenas que lleva en el cuello—. Hay gente que no respeta la posición de uno. No soy político, sí revolucionario. Sigo al hombre más grande que dio Cuba, Fidel Castro”, señala y sus hombros se ponen en guardia como si fuera a entrar en combate.
“Repito, no simulo, es lo que siento. Lo que se vio en Tokio fue una situación de valor —indica y se golpea el pecho con el puño—. Mi rival Enmanuel Reyes dijo que si ganaba gritaba Patria y Vida. Vencí y grité Patria o Muerte, Venceremos”…
Se sacude en el asiento. Descansa una pierna sobre la rodilla y se rasca el tobillo sin disimulo. Mira como buscando el horizonte. Lo imito y noto que afuera hace un día gris y triste como piel muerta y seca.
“No es difícil ser Julio César. Soy un ser humano y como todos tengo responsabilidades —abunda y echa hacia delante la cabeza. Se queda quieto como si estuviera viendo algo y noto los cambios que operan en su rostro—. Me debo a mi familia, amigos y al deporte. Soy una persona a la que puedes llegar. Comparto lo que tengo”, asevera y se frota las palmas de las manos como si fueran lijas.
“Vengo de una familia humilde y trabajadora. ¡Usted sabe cómo es la vida del cubano!, —puntea, en tanto mastica las palabras con la misma insistencia con que se muerde un chicle—. Mi mamá y mi abuela me criaron bien. Con respeto y disciplina. Boxeo para que estén bien y nada les falte”, revalida y dibuja una expresión como si un consuelo tranquilo y afectuoso lo acariciara.
“Crecí sin mi papá —prosigue y su boca, colmada de dientes acorazados en oro, se abre sin fin—. De niño no me crio. Ahora tenemos relación. Nos comunicamos. Vive en los Estados Unidos.
“Mi madre lo es todo para mí. Es lo más grande. Me trajo al mundo y nunca me ha abandonado —afirma con un tono irrepetible que representa a infinidad de mujeres—. Por eso me va bien, porque está cerca. Soy buen hijo y tengo su bendición.
“Sabes —testifica y una potencia capaz de sacudir los cimientos guía su voz—, mi mamá tiene locura conmigo. Es única hija y soy su único hijo. Somos solitos los dos”…
Descargo otra pregunta. De hecho, quería que fuera la primera. Un silencio de iglesia, roto por algunos suspiros lo apresa. Abrazo su mutismo.
“Hay gente que se me acerca para sacar provecho —indica y se reclina en el respaldo de la silla como si estuviera listo para trazar una filosófica reflexión—. Pasa en la vida. Raúl Fernández y Julián Cedeño, dos de mis entrenadores, hablaron conmigo sobre eso. De tener cuidado. He sabido superarlo —legitima y se palmea los hombros como dándose ánimo—. Trato bien a todos. Soy religioso. Extiendo mi brazo hasta donde pueda. Vivo así.
“El asalto que sufrí hace unos años no afectó mi imagen. Recibí un tiro —inscribe y noto los latidos acelerados del corazón de la historia—. Tuve el apoyo de muchas personas. Soy de pueblo. Los detractores que tengo por mi pensamiento y actitud revolucionaria son menos que los que me quieren en el mundo —confirma y sus manos grandes callosas de dedos largos, liberan algo más de su verdad—. Incluso en Estados Unidos hablan mal de mí y los paran. Hay quienes después de conocerme se disculpan, dicen que soy un caballero. Ven el hombre. Lo que vale es la persona, su moral y corazón. Tengo las dos. Mi título más importante es lo que soy”, acuña mientras descansa la barbilla sobre su puño.
“Mira —dice como sacando pecho, empeñado en demostrar lo mucho que se enorgullece de sus logros—, antes de irnos para los Juegos de Tokio 2020 cogí COVID. Me ingresaron en el Hospital Naval, dije: ¡Ñooo, no iré a los olímpicos! La recuperación fue rápida. Regresé con el título, —apuntala y pone la mano en la mejilla, mientras la palma y los dedos le cubren la mitad del rostro.
Julio levanta la mirada. Aprieta el puño izquierdo y acaricia las tres enormes sortijas de oro que anudan sus dedos. Con una voz aguda, casi gutural, abunda.
“Hablan mis resultados. Dicen que no pego. Soy de los mejores boxeadores que ha dado Cuba —afirma y la convicción de sus palabras se reflejan en una gestualidad muy propia—. Los números están ahí. Mi estilo a lo mejor no gusta, pero aquí y en el mundo muchos quieren pelear así. Nunca lo cambio. Hay que respetármelo. A quienes dicen que no pego duro les recuerdo que mis golpes lastiman y hacen daño”, asevera y aporrea ligeramente con sus puños ambos brazos del asiento…
Juego contra el tiempo. Entonces la espontaneidad nos lleva a otro asalto ¿complicado? “¿Tú sabes lo que pasa? —lanza y creo que el disgusto le arde en la garganta—. Esos que fueron compañeros míos y hoy no están en Cuba hablan de mí. Aquí no tuvieron el valor de hacerlo de frente. Robeisy Ramírez y otras gentes dependieron de mí. Les brindé dinero, mi casa, mi mano y mi familia”, puntea y aspira aire varias veces, como para contener alguna palabra pesada.
“Ahora por problemas políticos y tres pesos dicen cualquier cosa. A mi familia la han ofendido por las redes —señala y las mejillas se le tensan mientras su voz gana en volumen y parece elevarse hasta el techo—. Son guapos por Internet —añade y aprieta con tanta fuerza los puños que en los antebrazos brotan surcos musculosos como si fueran raíces—. Existe el karma, el tiempo de Dios es perfecto y pone a cada uno en su lugar. Están cayendo, porque la ley de la vida no admite trampas”, asiente y luego de tragar saliva y cruzar los brazos sobre el pecho, se pasa el pulgar por los labios como buscando sellarlos.
Otra vez el apetito por revisitar lo que algunos quieren minimizar nos lleva a “arenas movedizas”. Recuerdo que aún peor que morir en desgracia es ser enterrado en el olvido.
“Muchos boxeadores no se preparan para el futuro —señala y arruga la frente—. Cuando están vigentes el país, el organismo los atiende. Cuando se retiran entran en el olvido. No es correcto. Conmigo no será igual. Tengo proyectos. Hay países que quieren contratarme como técnico. Soy una persona que se considera muy inteligente —afirma y con el dedo índice se toca varias veces la sien—. Mi vida no tiene barreras ni fronteras.
“Me duele la situación de muchos exboxeadores. Cualquiera puede caer. Algunos de los grandes murieron por meterse en la bebida, tomaron el rumbo de la calle y la vida mala. A eso no puedo llegar”, y una inflexión afiebrada, tintada con sinceridad proviene de las profundidades de su pecho.
Deseo interrogarlo más. Sospecho que el tiempo se acaba. Su gestualidad corporal y la impertinencia de curiosos hablan claro. Solo queda escucharlo ¿y? escribir, ¡solo escribir!
“He sido mi mayor rival. Cuando no hice bien las cosas perdí. ¿Arrepentido? ¡De nada, lo vivido es lo vivido! El boxeo me lo ha dado todo. El reconocimiento político y el de la calle. Lo que tengo y soy es gracias a él. Nunca se me ocurrió irme de Cuba. Estoy orgulloso de nacer y un día morir aquí…”.
Cada persona establece su escala de valores y acciones. Su brújula moral y compasiva debe velar para que le señale el camino justo por encima de ideologías. La vida es una metáfora demoledora, cargada de interrogantes, caídas y vivencias. Conforman un singular tesoro.
Julio es solo una persona común. Un César si de conquistas se trata. Alguien que por carácter y disposición propia habita, sobrevive y lucha cargando la cruz de sus decisiones y humanidad. ¿Acaso no lo hacemos todos?