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Petit: trazar, enseñar, reinventarse

Camagüey.- Hay revelaciones que llegan sin pretensiones, con la sencillez de quien no se da demasiada importancia. “Renecito es mi primo”, confirma Osvaldo Rodríguez Petit, mientras se acomoda en el taburete a la sombra, al lado de una mata de rosas. Estamos en un área exterior, pudiéramos decir que en el último rincón del Fondo Cubano de Bienes Culturales de Camagüey, donde encontramos la tranquilidad para conversar, con el pretexto de su muestra Trazos desbordados, expuesta a la entrada, en la galería Amalia.

 Así, como quien habla con un pariente del vecino de la infancia, me cuenta de sus tías. Lo que acaba de decir tiene un peso que transforma la conversación: Petit es familia de las Hermanas Fáez, ese legendario dúo de trovadoras que marcó una época en la música cubana. Una veta melódica recorre su historia, aunque en él se haya transformado en línea, forma, pigmento.

 Osvaldo Petit en la expo Trazos desbordados, galería Amalia, marzo de 2025.Osvaldo Petit en la expo Trazos desbordados, galería Amalia, marzo de 2025.

La galería Amalia, donde hoy cuelgan sus obras hasta el 30 de abril, no es solo el espacio de su presente artístico: fue también escuela y semilla. Allí impartió clases, allí vivió una etapa fundamental de su vida. El círculo se cierra y se expande a la vez: maestro, artista, alumno y, otra vez, maestro.

 “Mi infancia fue sencilla, humilde”, cuenta Petit. La familia es de Oriente. Cerca de la Bahía de Nipe tenían una orquestica que se llamaba los Hermanos Fáez. “Mi padre era un hombre de trabajo, mi madre ama de casa. Éramos cinco hermanos—tres varones y dos hembras—pero yo fui el único que mostró inclinaciones artísticas desde pequeño”, relata.

 De pequeño, mientras otros jugaban a la pelota, él prefería perderse entre los dibujos y las lecturas. Mark Twain, Robinson Crusoe, un concurso de ilustración de cuentos infantiles que le valió un diploma: los primeros signos de una vocación imparable. “Siempre fui un ratón de biblioteca”, dice con media sonrisa.

 Un profesor en secundaria, Adolfo Meruelo, le señaló el camino. Y él lo siguió. Pasó por la antigua Academia José Martí, donde coincidió con figuras que luego serían nombres propios del arte cubano: Flora Fong, Héctor Molné, Pancho Antigua, entre otros. Después vinieron los días en la Escuela Nacional de Arte (ENA), en Cubanacán, donde la creación era un hervor colectivo. Pintaban, escribían, soñaban. “Para un guajirito como yo, llegar a La Habana fue un impacto enorme. La ciudad me deslumbró”, recuerda.

 Allí convivió con la Nueva Trova, con la efervescencia del ICAIC, con la marea cultural que cruzaba la Casa de las Américas, el teatro, las galerías. Un universo vibrante donde Petit absorbía como esponja todo lo que lo rodeaba. Como si su trazo se fuera gestando también entre acordes.

El camino lo llevó después a Holguín. El sistema de enseñanza artística exigía su servicio social, y aunque en principio no soñaba con ser maestro, lo atrapó la pedagogía. “Me enamoré de la enseñanza artística”, confiesa. Allí fundó un taller de grabado junto a otros jóvenes creadores, como Cosme Proenza. Y allí empezó a descubrir en los demás lo que alguna vez vieron en él.

 Foto grupal con alumnos de la Escuela Vocacional Luis Casas Romero.Foto grupal con alumnos de la Escuela Vocacional Luis Casas Romero.

LA DOCENCIA COMO ENTREGA

 Estuvo cuatro años en Holguín. Regresó a Camagüey como subdirector técnico de la Escuela Vocacional de Arte Luis Casas Romero, cuya sede inicial fue precisamente el edificio donde hoy expone.

“Exigía que cada maestro hiciera una exposición anual. El alumno tiene que ver que su profesor también hace”.

Su taller no era una torre de marfil, sino una extensión del aula: salían a la calle, a los talleres, a vivir la experiencia creadora.

 Y desde allí, durante años, participó en la formación de generaciones de artistas: Agustín Bejarano, Esterio Segura, Aziyadé Ruiz, Elsa Mora… “Son muy destacados”, dice con orgullo tranquilo.

 Pero hay algo que todavía lamenta: la eliminación del nivel elemental de enseñanza artística. “Desde ahí es donde realmente se descubre el talento”, afirma con convicción. La escuela era cantera, semilla, impulso. Muchos no pudieron continuar tras esa ruptura, y eso, para un maestro, es una herida.

 Aunque hoy no da clases oficialmente, la pedagogía sigue latiendo en su forma de estar en el mundo. Lo cautiva la curiosidad de los alumnos, su avidez, ese momento casi mágico en que un muchacho descubre algo que hasta entonces no sabía que sabía. “Yo decía: estoy modelando; y ver la respuesta a lo que uno dice. Y el resultado era atractivo”.

Pero también sabe que enseñar no es una labor menor. Es una vocación que exige entrega total. “Martí decía que ser educador es un sacrificio. Si vas a ser profesor, tienes que entregarte.” Y cuando sintió que su camino debía seguir otro rumbo, debido al cierre del nivel elemental en 1992, se retiró con la misma integridad con la que había enseñado. “Yo fui profesor porque era mi deber en ese momento, pero después decidí dedicarme completamente a pintar”.

 Dibujo a tinta, de la serie “Migration” (2008)Dibujo a tinta, de la serie “Migration” (2008)

NO BUSCAR UN ESTILO, PERO ENCONTRARLO IGUAL

 Petit se acomoda en su silla, pensativo, mientras toma un sorbo de su café. Una brisa trae la misma incertidumbre que siente sobre las etiquetas en el arte. No le gusta hablar de “estilo”. Prefiere pensar en la coherencia que da el tiempo, el hacer constante. “El estilo te lo da la vida, la experiencia, lo que has vivido. Yo puedo cambiar de técnica, de tema, de soporte, pero hay algo que se queda”. Sin embargo, se sabe cuándo es una obra suya: “Yo nunca me propuse que me reconocieran, pero al final uno deja un rastro”.

—¿Qué representa para usted el acto de crear?

 —La creación artística es incontrolable, incontenible. Uno no crea cuando quiere, sino cuando lo necesita. Es como una urgencia. A veces estoy durmiendo y una idea me saca de la cama. Tengo que ir y dibujarla. Aunque sea un apunte rápido. Si no lo hago, se me escapa.

 La conversación se adentra rápidamente en los cambios de su obra. En particular, se refiere a su exposición más reciente, donde nos presenta piezas que parecen estar a medio camino entre lo abstracto y lo figurativo. Aquí, la ironía juega un papel fundamental en su discurso visual. Petit explica que su intención no es simplemente rendir homenaje a las tradiciones religiosas, sino subvertirlas, transformarlas en algo más personal y reflexivo. “Tomé elementos de la Iglesia, no con intención religiosa, sino para transformar esos objetos sagrados en algo más personal, algo que hablara de la ideología y del momento.”

 El arte, para él, no es una respuesta pasiva, sino una intervención activa que cuestiona el orden establecido. Habla con pasión sobre el proceso de apropiarse de símbolos tradicionales, como los misales y las figuras religiosas, pero usándolos de una forma irónica. “No es contestar algo para decirlo, sino tomar estos elementos y transformarlos en una declaración propia,” comenta, con una ligera sonrisa que muestra lo que parece ser su disfrute al retar convenciones.

 Cada uno de estos lienzos cuenta historias de rupturas y transformaciones, refleja una lucha constante por redefinir la expresión artística. Al dialogar, no se muestra como un hombre atrapado en su obra, sino como un explorador incansable de nuevos lenguajes visuales. “No soy un cronista, pero el artista es un ser social”, dice.

“Rosa Náutica” (2024), acrílico sobre lienzo.“Rosa Náutica” (2024), acrílico sobre lienzo.

 —¿Hay una intención política en su obra?

 —No me interesa provocar. Me interesa cuestionar. Mostrar cosas que están ahí y que la gente no siempre quiere ver. En los '80 me censuraron una obra, El corazón con que vivo, donde había un niño con una cruz y una bandera. No quise criticar nada, solo mostrar que los niños cargan símbolos sin saber por qué. Tiempo después la misma pieza ha sido expuesta sin problemas. Todo cambia.

 —Hablando de la crítica, ¿cómo ha sido con usted?

 —Tan fundamental es el arte como el sostén que dan las valoraciones críticas, sea para bien o en el sentido opuesto. ¿Qué sucede? La ausencia de crítica es peor que la mala crítica, como decía Armando Hart cuando era ministro de Cultura.

 Petit considera que la crítica ayuda a los artistas a reflexionar sobre su camino, despierta en el artista una serie de aspectos que para él eran desconocidos. “El arte tú lo haces con un propósito, pero ¿cómo se recibe? ¿Cómo sabes cómo se valora? Porque no puedes encerrarte en tu probeta. Tienes que tener un tamiz. Y ese tamiz lo da el ojo crítico, acertado o no, eso está en dependencia de quién la ejerza. La crítica debe ser profunda, no superficial”.

 —Usted no busca los medios, pero tampoco reniega de ellos.

 —Yo no renuncio a los medios, a la labor de los periodistas. Creo que es tan necesaria como el hecho artístico, es una guía, una orientación social. La censura me hizo reflexionar sobre lo temporal de ciertas restricciones. Está en dependencia también del valor de la crítica hacia ella.

  “Libertad bendecida” (2024), acrílico sobre lienzo. “Libertad bendecida” (2024), acrílico sobre lienzo.

LA COTIDIANIDAD DEL ARTISTA: TRABAJO Y RUTINA

 Petit pertenece a una generación que no ha dejado de trabajar. “Yo me vanaglorio de pertenecer a ella. No lo digo para resaltar mi personalidad. Como grupo, reconforta saber que seguimos creando”.

 Cuando empezó en la escuela camagüeyana de arte estaban Joel Jover, Oscar Rodríguez Lasseria, Israel Fundora, Abelardo Echavarría, “una pléyade enorme de jóvenes” que al graduarse tuvieron la oportunidad de aplicar a Cubanacán.

 “Camagüey tenía la particularidad de que sus estudiantes solían obtener buenos resultados en estas pruebas, lo que hablaba tanto del talento de los alumnos como de la calidad de los profesores. Había una trayectoria académica y eso validaba también al claustro de profesores”, afirma.

 Hoy, desde la madurez, lo sigue haciendo con la misma pasión que cuando empezó. Tal vez por eso, su obra conmueve tanto: porque es sincera, porque se siente vivida, porque nace de una entrega real.

 Poco a poco, la conversación se mueve hacia su proceso de trabajo. No hay romanticismo ni idealización en sus palabras. El arte, para Petit, es un esfuerzo constante, una lucha diaria contra la inercia. “Trabajo todos los días, a veces por horas, a veces por meses, pero siempre estoy trabajando,” nos dice mientras se acomoda en su silla, tomando una pausa.

 Aunque yo no lo he visto, puedo imaginar que el taller de Petit es un espacio de caos ordenado: lienzos apilados, bocetos inconclusos y objetos dispersos que parecen ser piezas de un rompecabezas aún por resolver. “Cuando la musa se va, no la dejo ir”, dice con determinación. “La sigo hasta que se me presenta otra idea. A veces incluso me despierto en medio de la noche y tengo que levantarme a seguir con lo que estaba pensando. Es un proceso sin horarios”.

De conjunto “Armonía”, hecho en la década del 2000, tela sobre acrílico.De conjunto “Armonía”, hecho en la década del 2000, tela sobre acrílico.

 La creatividad no tiene reloj. Lo que Petit describe como un “acto de resistencia” se extiende más allá de la pintura. “Las ideas están ahí, siempre al acecho, y cuando menos te lo esperas, aparecen,” añade, refiriéndose a cómo los detalles de la vida cotidiana o una conversación casual pueden inspirar sus obras.

 En tiempos difíciles, Petit no detiene la marcha. Ni siquiera durante la pandemia de COVID-19. Y lo suyo no se limita a la pintura bidimensional. Trabaja con lo que tiene, con lo que encuentra, con lo que le resuena. Interviene objetos, recurre a telas, desechos industriales, materiales no convencionales. Cada limitación, una posibilidad de reinvención.

 De conjunto “Armonía”, hecho en la década del 2000, tela sobre acrílico.De conjunto “Armonía”, hecho en la década del 2000, tela sobre acrílico.

Así surgió Trazos desbordados. Una muestra que, aunque parezca contenida, destila una energía interna intensa. Retoma elementos religiosos —misales, cálices, símbolos bautismales— para resignificarlos sin confrontar. Juega con la ironía, como en la imagen de un cáliz sagrado que porta la figura de una vaca, o una juguera infantil cargada de simbología religiosa, que habla de la presión cultural desde edades tempranas.

 “El arte no se queda en lo individual”, dice. “El artista toma de su entorno, lo filtra y lo transforma en una nueva realidad”. Su obra, desde esa aparente quietud, apunta directo al centro emocional del espectador.

 La exposición está llena de símbolos que desatan un crisol de interpretaciones.

El humor y la ironía, elementos recurrentes en su obra, permiten a Petit acercarse a temas complejos como la fe, la política y la sociedad cubana sin caer en la gravedad. “El arte no se disfruta cuando se convierte en un pesar. Tanto para el creador como para el espectador, el arte debe provocar emociones y reflexiones”, insiste.

 MÚSICA Y SU INFLUENCIA FAMILIAR

 La conversación regresa, inevitablemente, a la música. No como un elemento decorativo, sino como parte del paisaje íntimo. Nacido en una casa donde convivían la música, la palabra y la imagen, Petit es descendiente de inmigrantes franceses por parte materna. Su apellido lo conecta con una tradición más amplia. “Mi bisabuela era francesa. Me gustaría pensar que hay algo de esa herencia en mi obra. Esa mezcla de culturas, esa tensión entre lo local y lo universal, también está presente en mi arte”.

 “De niño, solía visitar a las hermanas Fáez, donde se hacían tertulias musicales. Ahí fue donde aprendí a sentir el son, la trova... eso es parte de mi esencia”, comenta, mientras su rostro se ilumina al recordar esos momentos, al hablar de sus tías Cándida y Floricelda Fáez.

“No canto”, dice, “pero soy melómano”, y lo demuestra con su archivo musical mental, su oído entrenado por Radio Enciclopedia y Habana Radio, y su memoria afectiva, anclada en los sonidos de su infancia.

 “Aunque la mayoría de los Fáez se inclinaron hacia la música, a mí me atrapó la plástica”, dice Petit. Pero no reniega de esa herencia: la reconoce, la honra, la lleva como un rumor subterráneo que quizás explica la cadencia de sus composiciones visuales, el ritmo que tienen sus obras, su capacidad de narrar sin palabras.

 —Y usted solo escucha, ¿o también baila?

 —Yo también bailo. Siempre me ha gustado bailar. Soy de la época de Adalberto Álvarez y José Luis Cortés. Artistas que están en el boom eran mis compañeros en Cubanacán. Salíamos en grupo a bailar casino para Miramar. Hacíamos la rueda de casino.

Aquella escuela se convirtió en un verdadero crisol donde crearon y se desarrollaron, no solo como artistas, sino como parte de una comunidad cultural.

 A través del tiempo, ya con 75 años de edad, se confirma que en Petit el arte es una corriente que atraviesa generaciones y disciplinas. Es un modo de existir, de enseñar, de recordar. Y quizá también, de cantar.

 Este fue el polémico cuadro en aquel entonces, su título:  “El corazón con que vivo”.Este fue el polémico cuadro en aquel entonces, su título: “El corazón con que vivo”.

UNA VIDA DE DEDICACIÓN Y PASIÓN

 La conversación toma un giro personal cuando se le pregunta por su vida cotidiana. Lejos de la imagen de un artista distante, Petit describe su vida como una de trabajo constante. “Mi primer momento del día siempre es pensar en lo que tengo que hacer, en lo que está pendiente. Luego, al final de la tarde, me hago preguntas sobre lo que he logrado, y si lo que hago tiene algún sentido”.

Hay artistas que ocupan el centro de la escena con estridencia. Petit no es de esos. Su manera de estar es callada, pero constante. Es de los que nunca faltan en una exposición, sean de su generación o de los más jóvenes. Observa en silencio, con una mirada que siempre deja un misterio en el aire.

 Este año, el Salón de la Ciudad le rindió homenaje en el mes de febrero. Con la exposición Trazos desbordados celebra 52 años de trayectoria. Porque Petit es un artista de ética y sencillez, de los imprescindibles que sostienen el arte no solo con lo que crean, sino con lo que inspiran. Y ahora es su momento de estar al centro, de ser celebrado como se celebra a los grandes.

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