Con la vieja fábrica de hielo como punto referencial desde 1890, discurre Los Molinos como afluente del San Juan en medio del follaje. Calmo por momentos, cual torrente en otros, él simplemente fluye a perpetuidad.
En las afueras del municipio yumurino, pocos ejemplos hay más claros de cuánto vale la pena acudir a la belleza pese a las trabas del camino, si bien cada vez cuesta más.
Las dificultades del transporte para arribar a las inmediaciones, lo intrincado de los senderos y el riesgo de superficies húmedas sobre las cuales avanzan visitantes y bártulos, son factores que me instan con frecuencia a reconsiderar el deseo ferviente de lanzarme nuevamente a ese remanso de aguas.
Incluso un acérrimo defensor de la playa ante el río, como es mi caso, puede sucumbir a los encantos de ese fragmento fluvial flanqueado por verdor. Basta con atemperar nuestras carnes tras el chapuzón inicial y dejarnos llevar por la corriente para renegar de los balnearios al estilo romano.
Otros, los más atípicos, insisten en practicar allí la pesca como deporte de insistencia, tal vez para disimular el temor a la relativa profundidad en varios tramos y de algún modo justificar el trayecto. Desde el agua, se les ve en las márgenes, a la custodia de sus cordeles, con un poco de envidia en los ojos.
No obstante, aunque después del mediodía llegue algún grupo ruidoso al son de botellas, cuyos más temerarios miembros se arrojan desde lo alto de los árboles, por las mañanas suele ser el rincón más apacible que el sol calienta en diagonal.
Tan sereno su rumor burbujeante, tan a tono con lo que entendemos por pureza… Tan abstraído del mundo que no extrañaría ver asomarse entre la maleza de la orilla la cabeza maquillada de un aborigen a la caza de un pez.
Desde que el ser humano pisó sus alrededores y violentó su superficie por primera vez, más de un infante ha sido salpicado en ráfaga por los saltos de agua, sostenido entre las manos de un padre que al mismo tiempo sabe lo que se siente y quizá se limita a repetir el ciclo vital de Los Molinos.
Para un matancero de la periferia, entre las corrientes naturales de la vida, al menos ocasionalmente conviene dejarse arrastrar por la de este afluente, el que fluye inalterable en las márgenes de nuestra vida.